PRELIMINAR
Junio de 1084: Maestro Bruno, con seis compañeros ávidos de llevar una vida eremítica se adentran en
los bosques de Chartreuse, guiado por San Hugo de Grenoble. Sabía el Obispo donde les conducía: un sueño le había revelado
el lugar. Pero Bruno, ¿Tenía una idea precisa del género de vida que iba a escoger? Parece poco probable que un hombre del
que los contemporáneos tanto han alabado su prudencia, haya emprendido tal aventura sin madura reflexión.
Con todo, resulta difícil conocer su pensamiento. En primer lugar por los pocos documentos que subsisten.
1.-
Entre los escritos de origen cartujano han llegado a nosotros:
· Dos cartas
de San Bruno, en la que nada nos dice de la organización de la primitiva Cartuja.
· Las Costumbres de Charteuse, redactadas por Guigo, quinto Prior de la Cartuja. Documento bien preciso, pero que data de unos cuarenta
años después de esos acontecimientos. No cabe duda que en las Costumbres se encuentran elementos antiguos, pero es
muy difícil distinguirlos de los añadidos posteriormente. Hay que utilizarlas, pues, con precaución.
· Poco antes
de su muerte, entre 1132 y 1136, escribió Guigo la “Vida de San Hugo de Grenoble”, donde encontramos el único
relato de la fundación de la Cartuja. Documento
precioso, pero extremadamente breve. [1]
2.- Aparte de esto, hay que recurrir a testimonios de personas extrañas
a la Orden:
· Guiberto,
abad de Nogent, en su “De vita sua”, nos describe a la Cartuja
tal como era en 1114. Es la más antigua descripción que tenemos algo detallada.
· Pedro el
Venerable, abad de Cluny, en el “Liber de miraculis”, escrito hacia 1150, está muy bien informado. Había conocido
a Guigo cuando era joven prior de Domène, cerca de Grenoble (1120-1122). Así nació una gran amistad que nunca se desmintió.
Según nos dice Raúl de Cluny, biógrafo de Pedro el Venerable y con frecuencia su compañero de viaje, el abad iba cada año
a visitar a los cartujos.
· Poseemos
también algunas líneas en la “Vita”, de San Esteban de Obazine, escrita por uno de sus familiares, que nos describe
la cartuja por los años 1132 y 1135.
· Igualmente
en la “Vita” del Obispo Godofredo de Amiens, escrita por el monje Nicolás de Soissons, hacia 1138-1140.
· Por último
en el “Tractatus de Immutatione Ordinis Monachorum”, de Roberto de Torigny, abad de Monte San Miguel, redactado
en 1154. [2]
A la escasez de informes precisos, se añaden otras dificultades. Por lo general, una nueva forma de vida
religiosa, se inicia de acuerdo con una forma ideal trazada por su fundador, y pronto se ve sometida a muchas tensiones al
entrar en contacto con la realidad. Eso origina titubeos, retoques que vienen a ser como la garantía y la condición de un
posible éxito en cuanto son signos de la preocupación que ha movido a someter las obras nuevas a las condiciones prácticas
de la vida. Volveremos a hablar de esto más adelante.
Paulatinamente, de todas esas fuerzas encontradas, surge una resultante y la fundación llega a encontrar su asiento, o,
según los casos, toma una orientación que no era la prevista en los orígenes. Ahora bien: las más antiguas observancias cartujanas
que conocemos son, en gran parte, posteriores a esas tensiones. Tendremos pues que adivinar, mediante documentos imperfectos,
las intenciones de San Bruno, como si buscáramos distinguir los rasgos de un rostro a través de un cristal esmerilado.
Con frecuencia se presenta a San Bruno como alguien que instituyó un género de vida que constituye un fenómeno singular,
único en el monaquismo, como si hubiera logrado una especie de compromiso entre el eremitismo y el cenobitismo, ya que un
cartujo es solitario durante la semana y lleva una vida en común los domingos y días festivos. Pensar eso es conocer muy poco
las condiciones de vida solitaria.
Conviene distinguir bien el eremitismo puro de la vida semieremítica (o semi-anacorética). El primero encuentra su modelo
en San Pablo eremita, cuya historia nos la ha contado San Jerónimo a su modo. Es muy difícil de hablar de ellos, ya que cada
eremita constituye un caso particular y al pasar de uno a otro se encuentra una gran variedad. Pero no hay que olvidar que
los solitarios son hombres como todos los demás. Por lo general no pueden prescindir completamente de sus semejantes. Y de
esta necesidad ha nacido la vida semi-eremítica.
“... en la soledad quien descuida abrir su corazón a un guía experto, se expone a avanzar menos
de lo debido o a cansarse por demasiado correr”. |
(Est. Cartujanos 28.2) |
EL MONACATO
PRIMITIVO.
Diversas son las formas de vida de los primeros monjes cristianos. Entre ellos encontramos:
1.- SAN ANTONIO
San Atanasio, en su “Vida de San Antonio”, nos presenta a su héroe como el fundador de la vida
semi-eremítica. [3]
Antonio, nos dice, después de pasar veinte años recluido en un viejo fortín luchando con los demonios,
al final fue obligado a salir por la presión de otros ascetas impacientes de seguir su ejemplo: “Un día... los que querían
imitarle derribaron la puerta. Y apareció Antonio, lleno de Dios y como iniciado en los misterios divinos...”
Dotado de numerosos carismas, su palabra hizo brotar numerosas vocaciones: “Exhortaba a todos a no
preferir ninguna cosa del mundo al amor de Cristo. A los que convivían con él, les animaba a tener siempre presentes los bienes
futuros y el amor que Dios nos ha manifestado, no perdonando su propio Hijo sino entregándolo por nosotros; y de este modo
persuadía a muchos a abrazar la vida monástica. Surgieron entonces los monasterios de las montañas y el desierto se pobló
de monjes que vivían allí, y que habían dejado sus casas para convertirse en ciudadanos del cielo”.
Atraídos por su experiencia en los caminos sobrenaturales, los ascetas se agruparon en torno a Antonio
considerándolo su padre espiritual: “Sus continuas exhortaciones enfervorizaban a los monjes... y él gobernaba a todos
como un padre”.
Un historiador moderno ha hecho notar a éste propósito, que las palabras “monjes y monasterios se
emplean aquí, por primera vez en la “Vida”, refiriéndose directamente a los acontecimientos descritos... El término
“Monasterio”, debe entenderse, probablemente en toda la “Vita”, en sentido etimológico estricto, significando
la celda solitaria y no un lugar habitado por un grupo de monjes. [4] San Atanasio coloca la fundación del monaquismo en este
acontecimiento.
Algo más adelante narra la vida de esos primeros monjes: “Las montañas estaban llenas de santos monjes,
como tabernáculos divinos, donde cantaban salmos, ayunaban, oraban, trabajaban y daban limosna. Vivían unidos en el amor mutuo
y la concordia. Parecía una pequeña isla en medio del mundo, donde nadie sufría injusticia, ni exigía impuestos. Allí había
una muchedumbre de ascetas que sólo pensaban en practicar la virtud. Ver aquellos monjes invitaba a exclamar: ¡Qué bellas
son sus tiendas, Jacob! ¡Qué hermosos tus tabernáculos, Israel! Se extienden como inmenso valle; como un jardín a lo largo
del un río, como un cedro que está junto a las aguas”.
Cuadro idílico, pero que se queda en el vago. No se habla ni de votos, ni de liturgia, ni de sacramentos.
Las únicas reuniones comunes que presenta la “Vita”, tienen lugar para escuchar conferencias espirituales. No
existe tampoco una regla. San Antonio no dejó ninguna no juzgándola necesaria: “Cierto día se reunieron todos los monjes
junto a él, para escuchar su palabra. Y les dijo en lengua egipcia: Las Santas Escrituras bastan para nuestra instrucción;
sin embargo nos es muy útil animarnos unos a otros en la fe y alentarnos con palabras”.
Sin embargo, lo esencial queda ya dicho: ciertos solitarios, atraídos por la reputación de santidad de
uno de ellos, viene a morar alrededor de él para ponerse bajo su dirección. No se deja ya al monje a su libre arbitrio, como
ocurría al ermitaño; de ese modo se verá libre de ilusiones y podrá avanzar con mayor seguridad por el camino de la perfección.
Además, al vivir esos solitarios cerca unos de otros, podrán ayudarse mutuamente.
Ahí tenemos lo esencial de la vida semi-eremítica. Convenía detenernos un poco sobre los principios de
esta forma de monacato, debido a la inmensa influencia que ejerció la “Vita” de S. Antonio.
2.- LOS SOLITARIOS DEL BAJO EGIPTO.
Más tarde, hacia 330, Amón, discípulo de San Antonio, se estableció en la “montaña” de Nitria,
al sur de Alejandría que en aquel entonces estaba casi desierta. Pronto se le juntó una multitud de ascetas y se convirtió,
sin pretenderlo, en el fundador de un desierto análogo a los de Antonio en Pispir o en la Montaña interior. La vida solitaria
y la vida cenobítica no parece haber sido allí tan netamente distintas e independientes como lo fueron en Antonio y Pacomio.
Sin embargo, algunos monjes que deseaban mayor soledad, fueron a instalarse más adentro en el desierto,
en las Celdas, Entre éstos, fueron fijándose ciertos usos que formaban un marco muy amplio dentro del cual cada uno formaba
un marco muy amplio dentro del cual cada uno podía organizarse según su estilo. Encontramos un primer ejemplo en la descripción
que nos ofrece la “Historia monachorum in Aegypto”, cuya traducción latina de Rufino de Aquileya (+410), pudo
conocer San Bruno. [5]
Veamos lo que en ella se encuentra, después de las páginas consagradas a Nitria: “Existe otro lugar,
en el interior del desierto, situado a cerca de diez millas. Por las muchas celdas que en él se encuentran diseminadas, se
le llama “Las Celdas”. Allí se retiran los que después de haber sido formados espiritualmente y haberse despojado
de sus vestidos, desean llevar una vida más oculta. Es un desierto vastísimo y las celdas están separadas a una distancia
que no se pueden ver ni oír unos a otros.
Los monjes permanecen cada uno en su celda. Un profundo silencio y un gran sosiego (quies) reina entre
ellos. Sólo se reúnen en la Iglesia el sábado y el domingo, y cuando se ven les parece que vuelven del cielo a la tierra.
[6]
Esta institución marcaba un neto progreso sobre la de San Antonio. En particular sabemos, por otra parte,
que los días en que se reunían, los ermitaños recibían la santa comunión, y que abstenerse era censurado. [7]
3.- LOS MONJES DE ARABIA Y DEL MONTE SINAI.
En la misma época, en el siglo IV, aunque alejados por la distancia del Bajo Egipto, los siete monjes que
vivían en la frontera del país de los sarracenos llevaban una existencia parecida: celdas apartadas unas de otras en las que
permanecían durante la semana; reunión el sábado a la hora nona, refección en común seguida, hasta vísperas, de una conversación
espiritual; la noche siguiente se consagraban a la oración, el domingo se separaban después de nona para volver a sus celdas. [8]
Casi idénticas costumbres encontramos en el monte Sinaí. Los “Relatos del asesino de los monjes del
Sinaí”, cuya paternidad atribuida a San Nilo (principios del siglo V), y cuya fecha son materia de discusión, no parece
ofrecer acontecimientos históricos, se trata más bien de una novela. Pero se encuentra en esa obra detalles interesantes sobre
la vida de los antiguos monjes. Eran solitarios que vivían en cabañas o en grutas muy alejadas unas de otras. El domingo se
reunían para la misa y la comunión en la iglesia de la Zarza ardiente, situada en el lugar donde la tradición localiza ese
prodigio (dedicado a la Madre de Dios, pasó a ser luego el monasterio de Santa Catalina). A continuación tenían una conversación
espiritual. [9]
4.- LAS LAURAS DE PALESTINA.
Volvamos un poco atrás. En la primera mitad del siglo IV, San Caritón, oriundo de Asia Menor, fundó una
primera laura en Fara de Palestina. La laura era un conjunto de celdas solitarias, cuevas o cabañas, diseminadas en torno
a un centro común donde se hallaba la iglesia (y por lo general un cenobio reservado para la formación de los novicios). Todos
acudían allí para celebrar los oficios el domingo. La presencia de un superior limitaba las iniciativas individuales e imponía
una obediencia. Esta forma de vida semi-eremítica, más organizada que la de Egipto o Arabia, estaba destinada a extenderse
más tarde por todo el Oriente.
Conocemos sus observancias gracias a la vida de San Eutimio el Grande (377-473) escrita por Cirilo de Escitópolis,
uno de los mejores hegiógrafos de la antigüedad. He aquí como describe la existencia de los monjes en la laura de San Gerásimo.
“Los que se habían ejercitado en largas y duras tareas y habían alcanzado ya la perfección, los reunía
en lo que suele llamarse celdas imponiéndoles la siguiente regla de vida: durante cinco días de la semana, cada uno permanecía
en el sosiego (quies) de su celda, alimentándose solo de pan, agua y dátiles, el sábado y el domingo acudían a la Iglesia
y tras haber participado de los santos misterios, comían en el cenobio algún alimento cocido y un poco de vino. En cambio,
en la celda nadie estaba autorizado a encender fuego o a comer alimentos cocidos... Cada uno realizaba un trabajo manual,
y lo que había hecho durante la semana, lo traía al cenobio el sábado; después de las Vísperas del domingo se abastecían de
nuevo de pan, dátiles, un recipiente de agua y ramas de palmas. Lugo retornaban a su celda” [10]
Esta tradición ha permanecido viva hasta nuestro siglo. En honor a la brevedad, citamos tan sólo lo que
escribió M. Jugie en 1939, en un artículo que trata del monaquismo en Oriente a partir del cisma bizantino:
“Entre los cenobitas de diversas especies y los ermitaños propiamente dichos, se encuentra la categoría
de los hesicastas ... consagrados a la vida contemplativa, viven en ermitas situadas en los alrededores de un monasterio
y acuden al mismo para participar en los oficios comunes, el sábado y el domingo.
En el Monte Athos, ha existido siempre un pequeño número de hesicastas. Dieron mucho que hablar en el siglo
XIV... Hoy día son muy raros. [11]
LOS PRIMEROS
CARTUJOS.
La vida de los primeros cartujos se asemejaba de modo singular a la de los monjes de que hemos hecho mención.
Roberto de Torigny lo ha expresado en pocas palabras:
“Los días ordinarios, cada uno, en su celda, ora duerme y come aparte de los demás... Los días festivos,
se reúne en la iglesia y en el refectorio, y hablan entre sí de cosas espirituales”.
Guiberto de Nogent, no hace más que confirmarlo:
“Cada uno dispone, alrededor del claustro de una celda particular donde trabaja, duerme y come...
No participan en la misa, si no me equivoco, más que el domingo y los días de fiesta”.
En cambio, el testimonio de Pedro el Venerable es más concreto. En primer lugar por lo que se refiere a
los días ordinarios:
“Según el estilo de los antiguos monjes de Egipto (more antiguo Aegyptiorum monachorum), viven siempre
en celdas aisladas donde incansablemente se entregan al silencio, la lectura, la oración y el trabajo manual, especialmente
a la trascripción de libros. En la celda, cuando se da la señal en la iglesia, cumplen las Horas del oficio canónico, es decir,
Prima, Tercia, Sexta, Nona y Completas. Para Vísperas y Maitines se reúnen en la iglesia”. Hablaremos más adelante de
estos dos oficios.
Los días festivos: “De esta regla solo se exceptúan los días de fiesta en los que toman dos comidas.
Entonces, siguiendo los usos de los monjes que no viven en celdas sino en común, cantan todas las Horas regulares en la iglesia
y comen juntos en el refectorio, después de Sexta y después de Vísperas. Tan sólo en esos días, imitando a los antiguos eremitas
(antiquorum eremitarum aemulatione), ofrecen el santo sacrificio al que llamamos misa. [12]
Utilizando estos diversos datos y los que podemos encontrar en las Costumbres de Guigo, es posible hacernos
una idea de las primitivas observancias cartujanas.
En los días de Capítulo, entre los cuales hay que contar los domingos, se celebra la misa y todos los oficios
se cantaban en la iglesia. Tenían refectorio en común dos veces, además de un coloquio en el que hablaban de cosas espirituales
y que recordaba la “colación” de los antiguos monjes. Por último cada domingo, antes de vísperas, cada uno recibía
las provisiones de boca y los objetos necesarios para el trabajo de la semana. La comida vespertina que seguía a las Vísperas,
marcaba el fin de la vida en común; los monjes retornaban luego a la celda donde recitaban Completas. [13]
Los restantes días no se celebraba misa, los monjes solo salían de la celda para Vísperas y Maitines. Cada
uno trabajaba y preparaba su propia comida en la celda.
No sin razón Pedro el Venerable comparaba los cartujos a los monjes egipcios.
ANALOGÍAS
Ciertos rasgos particulares de la Cartuja, pueden provenir del monacato antiguo. Por ejemplo:
1.- LA CONRERIA.
Desde su origen, la comunidad de la Chartreuse estuvo establecida en dos lugares netamente separados: la
“Casa baja” llamada también la Conrería donde moraban los conversos y la “Casa alta”, reservada a
los monjes, distante unos 4 Km. de la primera.
Los conversos, -hoy diríamos los Hermanos- eran seglares o laicos, a veces de procedencia muy humilde,
que se ocupaban en los trabajos manuales del campo, o en la cría de ganado o en otros trabajos artesanales necesarios para
mantener aquel pequeño mundo cartujano perdido en el desierto. También se encargaban de recibir huéspedes en la hospedería
de la Conrería.
Los monjes, -que después se ha dado en llamar los Padres, -algunos de los cuales eran sacerdotes, se entregaban
a la oración, encargándose del culto litúrgico y trabajando en la trascripción de manuscritos. Dependían de los conversos
en lo tocante a sus necesidades materiales y, en cambio, proveían a las necesidades espirituales de los hermanos: Misa, sacramentos,
dirección.
En el Bajo Egipto, “las Celdas” estaban también en íntima dependencia del desierto de Nitria.
Nitria era un “desierto”, considerablemente poblado. Paladio, hacia el fin del siglo IV, señala la cifra de cinco
mil hombres que moraban en él. Los monjes ejercían todos los oficios indispensables para la buena marcha de la comunidad.
Había agricultores, panaderos, cocineros, médicos, reposteros, y un boticario. Vendían vino y cada uno confeccionaba con sus
manos una túnica de lino de modo que a nadie le faltase. [14]
Pero todo ese mundo afanado, no podía menos que crear un clima de activismo. Además los monjes debían recibir
del exterior al menos una parte del material necesario para sus tareas. Forzosamente el desierto de Nitria tenía que ser
un lugar de contacto con el mundo. Eso explica la existencia de una hospedería donde albergar a los peregrinos
y visitantes.
En las “Celdas”, la atmósfera era muy diferente. Quien se retiraba a ese desierto lo hacía
para encontrar un mayor silencio y soledad, teniendo en vista una vida exclusivamente consagrada a la contemplación. No había
allí ninguno de los oficios que hemos encontrado en Nitria. Ninguna panadería: el pan, alimento esencial de esos monjes, se
lo procuraba Nitria. Tampoco había médico, pues los ermitaños se cuidaban unos a otros. [15]
Tenemos la suerte de conocer el origen de las Celdas gracias a un apotegma. Deben datar de la época en
que San Antonio fue a Alejandría, probablemente en julio del 338, para defender la causa del patriarca Atanasio cuando volvió
del destierro. Entonces debió llegar hasta Nitria, donde encontró al abad Amón, fundador de éste desierto.
“El abad Antonio fue un día a visitar al abad Amón en la montaña de Nitria. Mientras hablaban el
abad Amón le dijo : Ya que gracias a tu oración el número de hermanos ha aumentado considerablemente, algunos desean construirse
celdas apartadas para vivir sosegadamente en ellas (ut quiete inhibe vivant), ¿a qué distancia de ésta quieres que las construyan?:
“Vamos a comer a la hora de Nona, luego saldremos e iremos al desierto para ver el lugar. Anduvieron por el desierto
hasta la caída del sol, y entonces el abad Antonio dijo: Oremos y plantemos aquí una cruz, para que quienes lo deseen vengan
a edificar aquí. De este modo cuando los hermanos que moran allá vengan a visitar a éstos, se pondrán en camino, después de
haber tomado su refección a la hora Nona, y los de aquí harán lo mismo cuando irán allá. Así no se distraerán al visitarse
mutuamente”. La distancia era de doce millas. [16]
Salta a la vista la doble intención de Antonio: asegurar a los monjes de las Celdas el deseado recogimiento
sin instalarlos demasiado lejos, para poder conservar fácilmente relaciones caritativas con los de Nitria.
La analogía entre la Cartujay lo que se vivía en el Bajo Egipto es clarísima, y nos permite pensar que
en ambos lugares se perseguía el mismo fin.
Otra conclusión se desprende de lo dicho. San Bruno no se nos presenta como el fundador de un monasterio,
como se ha escrito con frecuencia, y menos todavía de una Orden, -ni siquiera pensaba en ello-, sino de un desierto destinado
a la vida semi-anacorética.
2.- EL CALENDARIO CARTUJANO.
Vimos antes que los cartujos, al igual que los antiguos monjes de vida semi-eremítica, vivían habitualmente
en la celda, reuniéndose los domingos y algún otro día para la Misa y otros ejercicios en común. Dos cuestiones se nos plantean
ahora. Si los cartujos pretendían seguir el ejemplo de los monjes de Egipto, ¿Porqué no conservaron las salidas de celda en
los sábados y domingos? ¿Cuántos eran los días de fiesta con los que remplazaron los sábados?
Es fácil responder a la primera cuestión. En el siglo IVº, el ciclo litúrgico , tal como nos lo da a conocer
Casiano, era muy incompleto, por lo que atañe al santoral, nada nos dice. Todo estaba por hacer. En cambio en el siglo XIº,
existía el ciclo litúrgico completo y un conjunto de fiestas algunas de las cuales eran de precepto. No se podía hacer abstracción
de eso.
Lo que tenemos que averiguar es el número de domingos y fiestas en las que se celebraba la Misa. El calendario
cartujano primitivo es actualmente lo bastante conocido como para intentar hacer ese cálculo, al menos de modo aproximativo.
Para hacerlo, hay que empezar eliminando los días de Cuaresma, pues en todos se celebraba la Misa, pero como se cantaba inmediatamente
antes de Vísperas no comportaba una salida especial de la celda. Dicho esto, se puede comprobar que el número de domingos
y fiestas se aproxima, teóricamente, a 107, cifra muy aproximada de los 104 días de vida común de los Padres del desierto.
[17]
La importancia de este calendario salta a la vista. Debió ser compuesto al inicio de la fundación en primer
lugar, -y esa es su razón de ser-, porque tenía que regular la entera vida de los monjes y sus salidas de la celda. Además,
era absolutamente necesario establecer un calendario, para poder emprender los trabajos de Liturgia que se imponían hacer,
ya que los libros del coro de que disponían tenían que ser corregidos y adaptados a la vida solitaria, lo cual no hubiera
sido posible sin tener un calendario bien preciso. No parece, por tanto, exagerado atribuirlo al mismo San Bruno. Estaríamos
ante el más antiguo documento cartujano que ha llegado a nosotros.
3.- OTRAS OBSERVANCIAS.
Podríamos indudablemente citar otros muchos detalles que los cartujos copiaron de los desiertos de Oriente.
Pero para ver claro, conviene clasificarlos. Algunos interesan a la espiritualidad: silencio, pobreza, obediencia... Se encuentran
en la actualidad en gran número de institutos de vida religiosa. Otros más característicos, de orden disciplinar, se han integrado
en el fondo común de todos los monjes. En cambio, puede ser interesante poner de relieve otras observancias propias de los
cartujos.
a) Capellán.
Misas.
Los Padres del desierto eran laicos que deseaban santificarse observando perfectamente el Evangelio. A
pesar de la estima que demostraban a los sacerdotes en general, eran muy reservados cuando se trataba del sacerdocio de los
monjes. Las preocupaciones de los cargos pastorales, podían poner en peligro y hacer perder el sosiego de la celda y los beneficios
de la soledad. Mucho más todavía se temía la vanidad que podía engendrar un estado que solía ser bien considerado. Por lo
mismo no admitían entre ellos, para ejercer sus funciones, que el número de sacerdotes o diáconos indispensables para asegurar
el servicio de la Misa y la administración de los sacramentos. Los clérigos que se hacían monjes tenían que renunciar a su
estado y volver a las filas de los laicos. Como nota Paladio, en Nitria, “había ocho sacerdotes para regir aquella iglesia.
Mientras el primero está en vida, ninguno otro celebra la Misa, ni confiesa, sino que le asisten en silencio” [18]
¿No fue para seguir ésta costumbre, que entre los compañeros de Bruno, uno sólo, como nos dice Guigo, ejercía
las funciones sacerdotales?[19] Tendríamos además aquí, la explicación de una curiosa particularidad. En la época en que nació
la Cartuja, se iba extendiendo entre los monjes la costumbre de celebrar misa cada día, no sólo la misa conventual sino también
las misas privadas. Era un uso ya común en tiempo de San Bernardo. Como él mismo lo atestigua. Pues bien: los cartujos no
admitían más que una sola Misa, la conventual, e incluso raramente, siempre apoyándonos en lo que dice Guigo. [20]
Debieron encontrarse embarazados ante la nueva tendencia y quisieron permanecer fieles a la antigua costumbre;
de ahí la lentitud con que permitieron, poco a poco, celebrar primero, una segunda Misa, luego otras, pero parece que lo permitieron
de mala gana (antes de 1250 en cada Cartuja sólo existía un altar. Hasta el siglo XIVº no fue permitido erigir otros, según
las necesidades de los monasterios).
b) Cocina en la celda.
Durante bastante tiempo, tal vez durante un siglo entero, los cartujos cocinaban cada uno en su celda.
Es una costumbre que no se llega a explicar fácilmente. Tener en común la cocina hubiera sido mucho menos complicado, dado
que las celdas estaban reunidas alrededor del claustro. Un solo Hermano hubiera bastado para hacer el trabajo de los doce
Padres (tal era el número de monjes existentes en la Cartuja). Pero resulta mucho más comprensible esta práctica, si se comprende
que venían del deseo de imitar a los Padres del desierto, los cuales vivían durante cinco días de lo que habían recibido el
domingo por la tarde. ¿Será esto tal vez un signo de que la proximidad de las celdas no estaba prevista por San Bruno?
c) Completas en la Celda.
Hasta la regla de recitar completas siempre en la celda, puede explicarse por el deseo de imitar a los
primitivos solitarios. Pues, estos, después de recibir las provisiones para la semana, se separaban después de Vísperas para
volver a sus eremitorios. La vida común concluía con las Vísperas.
No hay que olvidar que los Padres del desierto, podían morar a una considerable distancia de la iglesia.
Necesitaban bastante tiempo para volver a su morada, cargados como iban. La “Historia monachorum”, dice:
“Algunos de entre ellos vienen a la iglesia desde tres o cuatro millas de distancia “ (de 4 Km. y medio a 6 Km).
DIFERENCIAS.
1.- CLIMA.
Hasta aquí hemos insistido en las analogías entre la vida cartujana y la de los ermitaños del Bajo Egipto.
Sin embargo, al mencionar el calendario, hemos visto hasta qué punto el desarrollo de la Liturgia a través de los siglos,
había hecho necesaria una diferente distribución de los días en que vivir en común. Tocamos un punto delicado, pero conveniente
ponerlo en plena luz para comprender las dificultades que se encuentran cuando, sin poseer documentos explícitos, se intenta
descubrir las intenciones de San Bruno.
La situación en el macizo de Chartreuse en el siglo XI, era muy diferente a la de Egipto en el siglo IV.
Era algo que podía llegar hasta a la oposición. Por ejemplo: la Providencia impuso a los monjes, en ambos casos, una ruda
penitencia a causa del clima. Un calor tórrido que provocaba la sequía y la sed en Egipto; el frío, debido a un invierno interminable
en un paraje montañoso, encajonado, sin sol, sumergido en una humedad persistente, en Chartreuse. Afortunadamente poseemos
testimonios escritos sobre este particular.
Evagrio Póntico, monje de las Celdas, describe de modo pintoresco el “demonio de la acedia”,
es decir, las tentaciones que aplastan al monje en las horas calurosas de la jornada: “...El demonio del medio día es
el más agobiador de todos. Ataca al monje hacia la hora cuarta y asalta su alma hasta la hora octava. Empieza por hacerle
creer que el sol avanza lentamente o que está inmóvil, y el día le parece tener cincuenta horas. Luego le obliga a permanecer
con los ojos fijos en la ventana, a salir de la celda, a mirar al sol para ver cuánto falta para la hora nona, y a mirar por
una parte y otra para ver si viene algún hermano... Le inspira además aversión por el lugar donde mora, por su estado de monje,
por el trabajo manual, piensa que la caridad ha desaparecido entre los hermanos, y que no haya nadie que le consuele.”
[21]
Otras son las dificultades de los cartujos, Guigo, en las Costumbres, después de haber expuesto minuciosamente
el inventario de los objetos que tiene a su disposición el monje en la celda, -cuya cantidad podría extrañar a los cenobitas
acostumbrados a tener cosas en común -, concluye diciendo:
“Rogamos que no se sonría ni reprenda quien esto leyera, mientras no haya residido durante bastante
tiempo entre tan grandes nevadas y tan horribles fríos”[22]
Estas diferencias del clima, debía provocar necesariamente diferencias en la austeridad.
2.- AUSTERIDAD.
Los antiguos eremitas no debían comer en la celda más que alimentos crudos (xerofagia); los alimentos cocidos
se reservaban para el refectorio común. Debía dormir en el suelo (chemania), práctica a la que concedían gran importancia.
Nada de eso se practica en la Chartreuse.
En realidad no se trata de disminución de la ascesis, sino de una adaptación a las condiciones tan diferentes,
como ya lo preconizó Casiano. Invitado Por Cástol, Obispo de Apt, a explicarle las costumbres de los monjes de Egipto y Palestina
para ponerlas en vigor entre los monjes de su diócesis, Casiano escribió al principio de sus “Instituciones Monásticas”:
“No vacilaría, en modo alguno, en introducir algo de moderación en esta obra, para suavizar un tanto, gracias a las
instituciones vigentes en Palestina o Mesopotamia lo que, según las reglas de los egipcios, reconozco ser imposible o demasiado
rudo y austero en nuestras regiones, sea a causa del clima, sea debido a la diferente manera de vivir.
Pues cuando se practica lo que es razonablemente posible, la observancia es igualmente perfecta, aunque
los medios sean distintos. [23]
3.- CELDAS.
Mientras en oriente las celdas estaban, por lo general, separadas por una gran distancia, de manera que
los monjes no pudieran verse ni oírse, las celdas de Chartreuse estaban cercanas y unidas entre sí gracias al claustro: “Cada
uno dispone, en el contorno del claustro, de una celda individual, donde trabaja, duerme y come” (Guiberto de Nogent).
“Sus celdas están contiguas y unidas entre sí” (Roberto de Torigny). “Sus celdas están separadas por una
distancia de cinco codos”. (Vida de San Esteban de Obazine).
Estamos pues, ante una diferencia considerable. El reducido terreno donde fue construida la primera Cartuja
bastaría para explicarlo. Cuando después de la avalancha de 1132, Guigo reconstruyó el monasterio en lugar menos expuesto,
las nuevas celdas fueron separadas mediante un gran jardín.
Mas adelante veremos como también la Liturgia contribuyó, en gran parte, a hacer necesario la adición del
claustro.
INNOVACIONES
Junto a esas diferencias se advierten un cierto número de innovaciones que, desde su origen, distinguió
la Cartuja del monacato antiguo.
1.- NOVICIADO EN LA CELDA.
Era universalmente admitido que la vida solitaria estaba reservada a los religiosos adelantados en la perfección.
Había que ejercitarse mucho tiempo en la vida común y estar bien probado antes de retirarse al desierto. Ya San Antonio, si
hemos de creer a Casiano, después de su experiencia de pura anacoresis, exigía tal cosa a los candidatos al eremitismo.[24 En el Bajo Egipto se implantó rápidamente la costumbre, -conservamos bastantes ejemplos
en el último cuarto del siglo IVº, -de empezar llevando vida común en Nitria,
durante uno o dos años, en una especia de Noviciado, y luego retirarse a las Celdas. En las Lauras, se creo el cenobio destinado
a formar a los futuros solitarios. Era una medida prudente que conoció pocas excepciones.
Poner a los novicios en la celda desde su ingreso en el monasterio, como parece haberse practicado siempre
en la Cartuja, era una audaz innovación. El más antiguo testimonio que poseemos sobre este particular se encuentra en las
“Costumbres”, donde se encuentran varios capítulos consagrados al novicio.[25]
Pero esos capítulos describen una práctica ya antigua, pues el tal reducido número de religiosas que contó
el monasterio antes de Guigo, -nunca hubo más de doce Padres a la vez-, no permitía formar a los novicios en grupo. Se confiaba,
pues, el novicio a un monje antiguo encargado de instruirlo, como hacían los monjes del Bajo Egipto con los que se admitían
a vivir en las Celdas.
La experiencia ha demostrado que ese modo de formación estaba perfectamente adecuado. Además la imposibilidad
de volverse atrás, -de volver al cenobio-, daba mayor firmeza al género de vida totalmente solitario de los cartujos y obligaba
a los monjes a la estabilidad. Por último se suprimía así la tensión inevitable entre solitarios y cenobitas, y se evitaba
que la fundación, con el tiempo, se deslizara hacia una vida en común, como se produjo en la mayoría de los casos en otras
Ordenes de Occidente. Con lo cual se aseguraba la estabilidad del monasterio.
En la Cartuja la soledad no es una perfección accidental injertada en otro género de vida, sino el cuadro
normal y esencial de su existencia.
2.- LOS CONVERSOS.
En Occidente estamos acostumbrados a ver dos especies de monjes. Unos, que por lo general son Sacerdotes,
se consagran de preferencia al trabajo de la mente; los otros, simples laicos, se encargan de los trabajos manuales. No siempre
fue así. En la antigüedad no se conocía más que una sola clase de monjes. Por lo mismo, estaban obligados a salir periódicamente
para atender a las relaciones indispensables con el mundo, e igualmente, cada uno debía practicar la hospitalidad, misión
a veces gravosa y siempre engendrando distracciones.
De estas preocupaciones, iban los Hermanos a liberar a los Padres. San Bruno, al llegar a Chartreuse, iba
acompañado de dos conversos que vivieron en los edificios de la Correría, únicos que existían entonces en el interior del
desierto. Allí instalaron la Hospedería, dado que las personas que iban de paso no estaban autorizadas a quedarse en la “Casa
alta”. Además los Hermanos se encargaron de los trabajos necesarios para la subsistencia de los Padres liberándolos,
de este modo, de las preocupaciones materiales, permitiéndoles “vacar sólo a Dios”, como solía decirse entonces.
(vacare Deo).
3.- EL DESIERTO.
Hacia el año 1100, San Hugo, con un requerimiento dirigido a los clérigos y laicos de su diócesis, anunció
que cerraba el acceso al desierto de Chartreuse a las mujeres. Prohibía al mismo tiempo a los hombres ir de pesca o a cazar
de cualquier forma que fuese, o a conducir allí animales domésticos sea para llevarlos a los pastos o sencillamente para atravesar
el lugar. En realidad, era un modo eficaz de cerrar el desierto a los hombres, pues no es fácil ver qué hubiera podido hacer,
aparte de los actos mencionados, en un lugar tan estéril como aquél. Para velar sobre la observancia de esta decisión, el
Obispo ordenó construir una casa para un guardián cerrando el acceso al desierto.[26]
Como además no estaba permitido a los religiosos salir de los límites del desierto, -tan solo algunos Hermanos
podían ser enviados al exterior para asuntos materiales-, su separación del mundo era perfecta. Difícilmente se encontrarían
otras fundaciones análogas en Occidente.
En lo tocante a las personas que se admitían en el desierto, debían pasar por un triple filtro: en primer
lugar a la entrada del recinto, en donde el Hermano guardián debía rechazar a los indeseables, a ser posible sin dirigirles
la palabra; luego el filtro de la “Casa baja”, donde la mayoría de los visitantes debían detenerse; por fin, ante
la puerta de la “Casa alta”.
La prescripción de San Hugo es posterior a la marcha de San Bruno hacia Roma, pero la razón con que se
justifica esta medida: “porque la paz y el sosiego (quies) son muy necesarios”, es ciertamente expresión del deseo
del fundador de los cartujos.[27]
Las tres innovaciones que hemos presentado tienden a un mismo fin. Proteger la soledad. Hay otras que conciernen
las ocupaciones de los solitarios.
4.- EL TRABAJO MANUAL.
Libres de preocupaciones temporales, gracias a la institución de los conversos, los monjes podían entregarse
a trabajos sin fin lucrativo y ordenados a la vida del espíritu. La copia de manuscritos estaba muy de acuerdo con su existencia,
exenta en la medida de lo posible, de las cosas de la tierra. Se consagraron a formar una buena biblioteca.
“Aunque viven en humildad, practicando la pobreza en todas sus formas, sin embargo, tienen una buena
biblioteca. Trabajan con mayor ardor en procurarse este alimento imperecedero que permanece eternamente, cuento menos posee
alimento material”.[28]
Pedro el Venerable nos los describe asiduos en copiar “sin descanso”, (irriquieti), algo así
como hacían los Padres del desierto confeccionando sus cestos.
Esta orientación del trabajo manual, distingue netamente los cartujos de los primitivos monjes. Estos han
adquirido una reputación, a veces exagerada, de acérrimos anti-intelectuales. Una vez que había dejado el mundo, de nada parecían
preocuparse, más que de su salvación, trabajando con sus manos para luchar contra el sueño, proveer a sus necesidades y dar
limosnas. Los cartujos se afiliaron resueltamente, entre los monjes de Occidente que seguían la tradición humanista de San
Martín, Casiodoro, San Benito, San Cesareo de Arles, San Isidoro de Sevilla, y a los monjes de Irlanda.[29]
La posibilidad de contar con lecturas variadas, tenía como consecuencia, evitar a los cartujos el peligro
del aislamiento y de la ignorancia que, con demasiada frecuencia, gravita sobre la vida eremítica.
5.- LA
LITURGIA.
Las observancias de los Padres del desierto, podía ser reconstruida, en el siglo XIº, gracias a la “Vida
de los Padres” y a los escritos de Casiano; en cambio su Liturgia era poco conocida.
San Pacomio, San Basilio o Casiano, dan algunas indicaciones sobre este particular, pero de un modo muy
vago. Para ver con claridad hubiera sido preciso tener los libros litúrgicos orientales; pero aún admitiendo que eso hubiera
sido posible, hay que notar que tales libros no pertenecían al rito latino. Además volver a todo lo que se practicaba en otro
tiempo en Egipto era impensable; no se podía hacer abstracción de la evolución que la Liturgia había hecho en los siglos siguientes.
Si en este aspecto se dio una innovación en relación con el monacato primitivo, hay que añadir que no podía hacerse de otro
modo. Sabemos también, hoy día, que esa evolución existía ya en las Lauras palestinas.
La Liturgia fue lo que más modificó la vida de los cartujos, en comparación de la de los antiguos ermitaños.
Mientras éstos permanecían estrictamente en la celda durante cinco días por semana, los cartujos salían
cotidianamente dos veces para acudir a la Iglesia, donde cantaban maitines y Vísperas. Esta costumbre la tomaron de los cenobitas
egipcios.
El canto fue tomado también de la vida cenobítica, pues, en ningún lugar, ni en Oriente ni en Occidente,
ni en ninguna época, han cantado los solitarios el Oficio.
Los días consagrados a la vida común, los antiguos monjes iban a la Iglesia solo para Maitines, Tercia
seguida de la misa y Vísperas. En cambio los Cartujos saldrán de la celda para todas las Horas, salvo Completas. Esta práctica
se debe a la influencia de San Benito y a la importancia que concedía a la oración litúrgica.
Es muy probable que para facilitar todos estos oficios conventuales, las celdas se construyeran bastante
cerca unas de otras y estuvieran unidas por un claustro. El clima exigía absolutamente esta medida.
Estas innovaciones de carácter litúrgico, principalmente las dos salidas al día de la celda, constituían
una brecha notable en el ideal eremítico. Sin embargo, todo da a entender que se adaptaron a sabiendas. Y no hay que olvidar
que al mismo tiempo, se intensificó la soledad con otros medios que no eran comunes a los antiguos monjes.
Ignoramos cuáles fueron las circunstancias que motivaron introducir esas costumbres litúrgicas, pero podemos,
autorizadamente, ver en ello una disposición providencial, pues entre los muchos grupos eremíticos que surgieron en Occidente,
tan sólo dos han subsistido convirtiéndose en Ordenes Religiosas: Los Camaldulenses y los Cartujos. Ahora bien, en ambas se
da que sus monjes dispongan cada uno de una celda individual donde reza, trabaja, come y duerme, y al mismo tiempo en ambas
Ordenes sus monjes salen de la celda para celebrar en común el Oficio Divino de acuerdo con un ritmo tomado de la vida cenobítica.
Los Camaldulenses siguen el ritmo de los cenobitas de Occidente cuya regla es la de San Benito; y los primeros
Cartujos siguieron la regla de los cenobitas del Bajo Egipto, con dos salidas al día (más tarde se añadió una tercera salida
para asistir a la Misa Conventual).
META HACIA LA QUE TENDÍA BRUNO.
Las observancias religiosas son siempre simples medios. Si San Bruno quiso adaptar las de los solitarios
del Bajo Egipto, es porque deseaba alcanzar la misma meta. Esto resalta con claridad en su carta a Raúl le Verd. Al recordar
a su amigo su voto de abrazar la vida monástica, se la presenta como totalmente consagrada a la contemplación en la soledad
y en el silencio, y esto le da ocasión de hacer de ella un gran elogio.
Mas tarde, también Guigo compondrá otro elogio a la soledad, al final de las Costumbres de Chartreuse.
En ellas mencionará una frase de Jeremías citada con frecuencia en al siglo XIIº: “El solitario se sentará silencioso,
para elevarse por encima de sí mismo”. (Lam 3, 28). [30] Sin duda que tomó esas palabras de San Jerónimo que en su carta
22 a Eustoquio, después de describir detalladamente las observancias de los cenobitas de Egipto, no ofrece más que ese texto
bíblico para caracterizar a los solitarios.
Casiano, en dos de sus conferencias (la 18 del Abad Piamon, y la 19 del Abad Juan) pone esas mismas palabras
en labios de sus interlocutores, y siempre para caracterizar la vida solitaria. Si recordamos que Casiano residía en el Bajo
Egipto cuando San Jerónimo fue allí como peregrino, podemos pensar con razón que estamos en presencia de una enseñanza auténtica
de los antiguos monjes.
Guigo añade a ese comentario. “Jeremías representa de ese modo cuanto de mejor hay en nuestra vocación.
El sosiego y la soledad, el silencio y el deseo de las cosas del cielo”.
De ese modo, tanto por las observancias como por la meta a la que tienden, encontramos siempre en el origen
de la Cartuja, el ejemplo de los solitarios de Egipto.
CONCLUSIÓN.
Los elementos que permitían reconstruir las observancias de la antigua vida semi-anacorética, se encontraban
diseminados en los escritos monásticos de San Jerónimo y de Casiano, y en otras obras traducidas del griego desde la antigüedad:
La Historia Lausiaca de Paladio, la Historia Monachorumin Aegypto y las Sentencias de los Padres. Era fácil encontrar tales
libros en los monasterios del siglo XI, puesto que la regla de San Benito recomienda explícitamente su lectura.[31]
Pasar la semana en la soledad y tener ciertos ejercicios en común los domingos y días de fiesta, cuyo número
fue calculado de modo que correspondiera al número de sábados y domingos de los antiguos monjes; imitarlos también al seguir
el mismo horario que ellos los domingos... ahí tenemos, de modo muy simplificado, el esquema de la vida de los primeros cartujos.
Pero para que ese modo de existencia permitiera alcanzar el ideal de vida puramente contemplativa, se precisaba
una absoluta soledad. En este punto, San Bruno se mostró singularmente exigente. Con sus compañeros, según nos relata Guigo,
se presentó al Obispo de Grenoble porque, “iba en busca de un lugar adecuado para la vida eremítica, y todavía no lo
habían encontrado”.[32]
Es algo que hace reflexionar. Francia, cubierta entonces de terrenos baldíos y de bosques, estaba mucho
menos poblada que en nuestros días. Se ha podido incluso comparar la Europa Occidental de la Edad Media con la América del
siglo XIX.[33] Los innumerables grupos de ermitaños que se formaban por aquel entonces se contentaban con la soledad de los
bosques. Pero eso no bastaba a Bruno. Su búsqueda hace pensar en la de otros monjes, de todos los países que se adentran cada
vez más lejos en el desierto.
San Antonio lo había hecho en cada una de las etapas de su vida, y ha encontrado émulos en todas las épocas.
Tales, por ejemplo, los monjes celtas que, de isla en isla, llegaron a Islandia y tal vez hasta América; o también los monjes
rusos encaminándose hacia el norte hasta llegar al Mar Blanco o hacia el oeste desapareciendo en los bosques de Siberia.
A esa necesidad de alejarse del mundo inscrita en el corazón de Bruno, la Providencia respondió indicándole,
por medio de San Hugo, un lugar completamente cerrado.
Esto exige una explicación. San Bruno recibió el llamamiento a la vida monástica, en el jardincillo de
la casa de Adam; pero fue San Hugo, quien en un sueño, recibió las luces necesarias para que pudiera realizarse la fundación.
A cada uno le fueotorgada su gracia, y ambas gracias se complementan y son inseparables. Lo que para el
primero podía quedar impreciso, antes de su viaje a Grenoble, se definió luego al encontrar a San Hugo. Para que la fundación
fuera posible, Bruno debía pasar a través del Obispo. Dios ponía de este modo su sello sobre esta obra.
El sueño en que San Hugo vio “ a Dios construir en ese desierto una morada para su Gloria”,
iba a modificar, sin duda, el proyecto de Bruno. La indicación providencial del lugar, le obligó a adaptarse a las condiciones
materiales del lugar y del clima, dando así a la Cartuja su aspecto peculiar.
Ese “retorno”, a los orígenes del monacato primitivo, se realizó, de modo paradójico, por hombres
de los cuales, probablemente ninguno era monje.
La reforma preconizada por el Concilio de Aixla-Chapelle, (816-817) no había producido buenos resultados.
Al imponer a todos los monasterios del imperio la regla de San Benito, no se tuvo en cuenta una forma de vida más exigente
como la que habían practicado los monjes antiguos. Ahora bien, es cosa sabida cuán difícil es cambiar de vida haciendo abstracción
de la primera educación, sobre todo cuando se le debe mucho. Repetidas veces se hicieron ensayos para hacer revivir la existencia
de los Padres del desierto, (por ejemplo, entre los Camaldulenses y los Cistercienses), pero sin abandonar la regla de San
Benito. Con lo que se daba una situación paradójica, al intentar conciliar dos formas de monaquismo que nos son muy compatibles.
Si la Cartuja hubiera sido fundada por un grupo de monjes, muy probablemente también ellos, hubieran intentado
desde el inicio, retornar a la existencia de los Padres del Desierto, dentro del marco de la regla de San Benito. Pero dentro
de los siete primeros cartujos, ninguno era monje, que sepamos; la mayoría eran clérigos o canónigos. Disposición providencial.
Fue con plena libertad de espíritu, sin estar condicionados por un pasado monástico, que Bruno y sus compañeros podrán remontarse
a un género de vida “more antiquo Aegyptiorum monachorum”.
BRUNO Y SU TIEMPO.
Para comprender bien la intención de Bruno al dirigirse a Chartreuse, hay que situarla en su época. Los
historiadores venideros que estudiarán lo ocurrido a los religiosos en este fin del siglo XX, deberán tener siempre presente
en su mente el recuerdo del segundo Concilio Vaticano, de lo contrario se expondrán a graves errores. Y esto es válido tanto
para las nuevas fundaciones, como para las Ordenes antiguas invitadas a renovarse. Pues un solo y único Espíritu gobierna
a la Iglesia. De modo análogo el estudio de la vida religiosa en el paso del siglo XI y XII, exige ser considerado a la luz
de la Reforma de la que se hablaba por doquier en aquella época.
La descomposición del imperio carolingio, tuvo por consecuencia no sólo la anarquía en el dominio político
en el que la fuerza y la violencia ocuparon el lugar de la autoridad y el derecho, sino también la decadencia de costumbres
en la Iglesia. Esta yacía bajo el dominio del poder laico. El Papa León IX, pudo, desde su nombramiento, liberarse de tal
tutela (1048). Inmediatamente preconizó la Reforma de la Iglesia , reuniendo un Concilio tras otro. Sus sucesores ayudados
por sus legados, continuaron ésta obra sin flaquear. Poco a poco esta empresa fue produciendo fruto.
La vida religiosa, que con frecuencia había decaído hasta muy hondo, necesitaba también ser renovada. Capítulos
de canónigos y monasterios, por grado o por fuerza, tuvieron que reformarse. Pero sobre todo, se vio entonces surgir nuevas
fundaciones en las cuales se descubre un rasgo común característico de la reforma gregoriana. El deseo de retornar a la vida
perfecta según las fuentes primitivas, cuando alcanzó su máximo fervor.
Para los canónigos regulares Premostratenses (1120), eso consistió en el retorno a la “vida apostólica”,
mediante la exacta observancia de la Regla de San Agustín. (Se creía encontrar en la institución de la vida canonial por los
Apóstoles, en Hec. 2.42). Para los cenobitas del Cister (1098), fue la observancia literal de la regla de San Benito, desechando
todas las costumbres que la había disminuido o desfigurado. Antes que ellos (1084), San Bruno intentó resucitar la vida solitaria
en su modalidad semi-eremítica, según el ideal y costumbres vigentes en el Bajo Egipto, presentados por Casiano como los más
perfectos.
Es lo que deja presentir Guillermo de San-Thierry, hacia el año 1144, en su “carta de Oro”,
dirigida a los Cartujos de Mont-Dieu, cerca de Reims.
“Ven alma mía con los hermanos de Mont-Dieu que han traído a las tinieblas de occidente y a los fríos
de las Galias la luz de Oriente y aquel fervor religioso del antiguo Egipto, ejemplar de vida religiosa y forma de toda comunicación
celestial; ven acude en el gozo del Espíritu Santo y en la alegría del corazón, en el regalo de la piedad y en todo obsequio
de devota voluntad.
¿Porqué no? Es preciso hacer fiesta y alegrarse en el Señor, porque la porción más escogida de la religión
cristiana que tan cerca parecía encontrarse del Cielo, estaba muerta y ha tornado a la vida, se había perdido y ha sido hallada.
Lo habíamos oído, pero no acabábamos de creerlo, lo habíamos leído en los libros y nos maravillábamos del
antiguo esplendor y de la abundancia de gracia divina en la vida solitaria, cuando he aquí que de pronto nos encontramos en
los campos de la selva, en el Monte de Dios, lleno de riqueza: por ella, el desierto se ha vestido de verdor y hermosura y
los collados se han ceñido de alegría”[34]